¿Todos los movimientos sociales son movimientos populares?

Gabriela Miraballes

Profesora de Literatura, Educadora Social, y estudiante de la maestría en Políticas Culturales. Militante de FENAPES en la filial San Carlos. Integra la red feminista de Maldonado y el proyecto colectivo TeTokaVoZ. 

El siguiente texto presentado a continuación es una transcripción de la participación de Gabriela en el Conversatorio #0 Los problemas de comunicación de las organizaciones populares

Voy a empezar contando qué cosas me suscitaron las preguntas que me hicieron. Me llamó la atención el enunciado «los movimientos sociales populares». Yo no sé nada de comunicación, soy profe de Literatura y hago otras cosas, pero sí entiendo que todo lo que hacemos comunica. No solamente lo que decimos, sino también las prácticas. Entonces, pensaba «¿por qué dicen “movimientos sociales populares”?». Y ahí creo que hay una discusión que tiene que ver con la comunicación: si todos los movimientos sociales son movimientos populares. Capaz que eso es una primera cosa que tendríamos que empezar a preguntarnos para pensar cómo comunicar mejor. Mucho más si vemos la coyuntura latinoamericana, el apoyo que han tenido algunas derechas en América Latina y en el mundo, y qué hay atrás, quiénes hacen esos apoyos, desde dónde surgen esos apoyos o cómo se construyeron.

Y ahí, como yo soy profe de Literatura y me gusta ir a las definiciones, empecé a buscar qué eran los movimientos sociales para después ir a qué eran los movimientos sociales populares. Mucho más con la polisemia del término «popular», que a veces hace que los nombremos como indistintamente. Me parece que eso hay que tenerlo presente, porque nos puede generar meternos en recovecos de los que después no podemos salir.

Las organizaciones sociales son las prácticas y las dinámicas sociales que generan vínculos y articulaciones con otros actores sociales con el objetivo de transformar la realidad social sobre la que se vive. Entonces, para transformar la realidad social necesitamos hacer cosas y necesitamos decir cosas. Muchos de los problemas que identificaron Valentina y Gabriel también son problemas como los que yo reflexioné al principio. Luego empecé a pensar en el planteo que hace Baudrillard sobre el simulacro, que dice que en la era en la que estamos se simula una realidad que no existe; pienso que la comunicación está bastante atravesada por esa idea.

Un segundo problema que identifiqué es la reactividad y la disgregación de la comunicación. Y sobre el movimiento social popular uruguayo del que yo puedo hablar, que es el de las últimas tres décadas, pensaba en la prevalencia del «no» en las consignas. Si lo que queremos es transformar la realidad en la que vivimos —y se supone que la queremos transformar en una realidad mejor que la que tenemos, una común para todos, todas y todes—, ¿cómo podemos hacerlo desde lo propositivo y no desde el «no»? Y esto es un poco lo que decía Valentina: no somos nosotres les que marcamos la agenda, sino que la agenda la marcan otres, y también esta reactividad es reaccionar a la agenda que proponen otres de afuera, que además nos hacen militar atrás de consignas. Acá hay algo que tiene que ver con el valor de la palabra. Yo pensaba en esto de que una imagen vale más que mil palabras, que se instaló en un momento, y en cómo una consigna a veces termina valiendo mucho más que mil palabras, o mucho más que una plataforma reivindicativa, o mucho más que un argumento, y terminamos repitiendo infinitamente consignas.

Por ejemplo, quienes militaron el «no a la baja» podrán saber que lo que importaba era aprenderse los cuatro «no», y después más vale no salir de ahí. Si ibas a la feria y te preguntaban más, era mejor quedarse con eso, todo lo otro era larguísimo de explicar. Esta reactividad, esta disgregación también ha imposibilitado construir consignas que trasciendan lo coyuntural, lo puntual. Y esto también se ha dado por las características del movimiento social en Uruguay, sobre todo en estas décadas. Se hace con tanto esfuerzo y tan artesanalmente que después quedás destrozade. Entonces no hay después para construir con otres. Y un poco esto que decía Gabriel: ¿por qué seguimos teniendo algunos reclamos de más punitivización si hubo un plebiscito hace poco donde se supone que la mayoría de las personas dijeron que no a bajar la edad de imputabilidad? Sin embargo, todavía pareciera que las mayorías siguen reclamando eso. Entonces, ahí me parece que es donde la comunicación muestra algunas fallas. Falló la comunicación como constructora de significados; no tanto en su dimensión de generar un efecto —no quiero decir «propagandístico»—, pero sí en esto de militar consignas.

Después otro problema que veo es la masificación de las tecnologías de la información y la comunicación. La masificación tiene sus cosas positivas, y podemos militar algunas cosas a través de las redes sociales, pero al mismo tiempo tenemos desconfianza o no sabemos cómo usarlas del todo. Yo creo que todavía somos muy sesentistas en cómo usamos las redes. Y creo que ninguna discusión sobre la comunicación hoy puede partir de la base de bastardear o de desprestigiar a un pibe o una piba de 16 años que postea cosas en Facebook y que su militancia es esa. Me parece que es necesario pensar la comunicación, las redes sociales y los espacios virtuales como espacios de militancia. Necesitamos hacerlo de otras formas y no adaptando una cosa a la otra.

Después me parece importante la desterritorialización del mensaje. Y cuando hablo de territorios no hablo solamente de lo geográfico, sino también de las subjetividades. Y ahí hay dos cosas que me parecen fundamentales, por lo menos de las que puedo hablar desde mi experiencia.

Una es ¿a quiénes le hablamos? Y ahí creo que hay dos grandes grupos excluidos —seguro que hay muchos más, pero primero está este que es como de orden—. Se construye un Uruguay desde Montevideo, desde determinada sensibilidad, y hay otras sensibilidades en Uruguay —por ejemplo, las rurales— que quedan totalmente por fuera de algunas consignas. Lo mismo con la gente mayor, con los viejos, las viejas. Yo lo veía en la campaña del «no a la baja» o del «no a la reforma». Uruguay es un país mayoritariamente con personas adultas mayores, y las consignas, la estética, las formas que tenemos son propias de nuestra generación. Una generación que es esta, que tampoco es adolescente.

Cuando militaba en el «no a la baja» o en el «no a la reforma» tenías a los viejos reaccionarios que no estaban ni ahí, y por otro lado el apoyo y la confianza, el «bueno, sí, no me están hablando a mí, pero apoyo porque ustedes son el futuro, porque ¿qué haríamos sin ustedes?». Pero no hay un involucramiento porque creo que no hay un mensaje. Y necesitamos poder construir mensajes de la realidad que queremos transformar, y construir también con otras generaciones. ¿Cómo es el mundo que queremos nosotres ahora?, ¿cómo es el mundo que queremos para les viejes y para les niñes?

Y otra cosa que yo vengo pensando —puede ser cuestionable, no tengo las respuestas— es que hay una falta de mensaje a las niñeces. Y que no se resume en si va o no va a la marcha, si va o no va a la actividad, sino en que las consignas sociales que tenemos no le hablan a les niñes. En Uruguay tenemos un montón de legislación que habla de les niñes como sujetos de derecho; sin embargo, al protegerles de algunas cosas, seguimos accionando como si fueran objetos. Y es cierto que hay que protegerles de algunas cosas, pero creo que nunca de su ciudadanía política. Y para mí a veces necesitamos disgregar algunas consignas. Pensar los territorios en una clave mucho más compleja, que no se resuelve en eslóganes. Acá los de comunicación, los de propaganda podrán decir «eso es imposible, Gabriela», pero yo creo que ahí hay algunas claves.

También creo que estamos en una etapa bisagra donde empiezan a suceder otras cosas, y una es esto del humor. Si pienso en los movimientos sociales en Uruguay, se me ocurren algunas cuestiones como las que dijo Valentina sobre la creatividad. Yo vivo en Maldonado, en San Carlos. Ahí, donde trabajé mucho tiempo, se hizo esto de recordar las historias de cómo era la militancia durante la dictadura —supongo que acá en Montevideo se habrá hecho también—. Las historias de militancia, de resistencia, eran extremadamente creativas, como pasearse en el auto con los limpiaparabrisas prendidos aunque no estuviera lloviendo para manifestarse por «el no».

Me parece que hubo un momento del movimiento social uruguayo donde la metáfora, lo sutil, lo implícito, tenía relevancia y era lo que imperaba en las consignas. Todo lo que estaba escondido, pero que tenía que ver con eso. Después vino la democracia y empezamos como en un proceso de la «explicitez». Creo que ahora hay una saturación de la «explicitez» hasta el hartazgo, y las consignas son como solemnes, todo muy cargado de una solemnidad y de un peso. Y ahora es tan de mierda la realidad que estamos viviendo, y es tan de mierda la coyuntura en la que estamos, que empezamos una transición, y algunas lógicas de la ironía vuelven, y algunas lógicas del humor vuelven. Pienso en algunos proyectos comunicativos como Flúo.

Me parece que hay una brecha que se empieza a abrir y que hay que pensarla porque tiene que ver también con cómo comunicar lo que queremos, y eso que queremos es dignificar la vida, pero también dignificar la felicidad, la risa, el humor, el disfrute. Eso empieza a formar parte de esa dignificación de la vida; tenemos que ver cómo lo transmitimos a las consignas.

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