Son apasionantes las preguntas, enormes. Yo, al contrario de lo que hace Valentina, cuando tengo que pensar un problema me siento lo más solo posible, la mayor cantidad de rato que tenga, hasta que sale algo. Escribo ocho páginas; ese es mi trabajo. Y no sé nada de comunicación, entonces no sé si voy a hablar de comunicación. Voy a hablar de lo que me salió pensar a partir de los problemas que me generaron las preguntas.
Voy a pasar por tres lugares: primero voy a hacer una lista de problemas sin explicarlos —simplemente para mencionarlos y decir que no voy a abundar en ellos—, y luego voy a entrar en un problema, que creo que es central, que tiene que ver con la historia larga de las estéticas militantes de la izquierda uruguaya, y dónde estamos parados ahora respecto a eso. Es mi prejuicio espontáneo. Seguramente si se conversa puede llegar a ser un conocimiento más sólido, pero el conocimiento empieza por el prejuicio espontáneo. Después quiero hablar un poquito de la revuelta chilena como ejemplo no sé si exactamente de comunicación, pero sí de irrupción sensible, que además le da mucho miedo a la derecha. Y cuando ellos dicen que le tienen mucho miedo a algo es porque pasa algo interesante ahí.
Voy a hacer mi listita de problemas para llegar lo más rápido posible a las cosas que sí pensé.
Un problema es la absorción acrítica de las técnicas de comunicación. Y otro, que es el contrario exacto y que increíblemente sucede al mismo tiempo, es la desconfianza que hay sobre estas. Entonces, vivimos en esta cosa dual. Por un lado, cuando las usamos es como que simplemente se compran y se usan, pero después el saber común de los militantes es «esto es todo malo». Entonces, ¿cómo tener una recepción crítica pero activa y que use estas técnicas? No tengo la menor idea de cómo se hace, pero intuyo que es un problema importante.
Por otro lado, estamos en contra de una maquinaria propagandística de una escala inmensa. Cada día hay 15 minutos de difamación a los sindicatos en todos los informativos. Encuentran siempre la manera de hacerlo. La gran masa de gente que mira el informativo recibe su dosis, cada día, de difamación a los sindicatos. Entonces, si uno es un sindicato, tiene un problema. La gente sabe muy bien qué es lo que dicen los que odian a los sindicatos; pero lo que no sabe muy bien es qué están diciendo los sindicatos. Entonces, por más que te comuniques bien, tenés un problema.
Otro problema —que es un poco más profundo— es que no necesariamente sabemos qué decir. A este no lo solucionan las técnicas de comunicación. Creo que estamos en un momento de crisis ideológica y de crisis de proyectos en el amplio campo militante. No porque nadie tenga proyecto ni claridad ideológica, sino porque estamos todos leyendo cosas diferentes, estamos en lugares de internet distintos, nos llegan ejemplos internacionales diversos y no entendemos necesariamente los lenguajes de los otros. Entonces, aun en grupos relativamente homogéneos, te sentás a hablar de qué querés hacer y no te sale. No le podemos echar la culpa de eso a las técnicas de comunicación.
Después hay otro tema que es tecnológico. Hay un montón de grupos —por lo menos hablo por muchos de los que yo formo parte— que todavía no le agarramos la mano a las redes sociales. Evidentemente las redes no están hechas para que nosotros las usemos bien, pero algo hay que hacer con eso. Y detrás de eso vienen las técnicas, que a mí me gusta llamarlas «técnicas de demonización». La propaganda reaccionaria en las redes sociales es muy buena agarrando algo, haciéndolo mierda y aislándolo. Y estoy seguro de que eso funciona con ciertos pasos muy claros y muy bien organizados que deben estar en algún manual, que alguien los debe tener. Yo no lo tengo. Claramente vos lo ves, hacés la ingeniería reversa y siempre funcionan más o menos igual, pero yo no lo tengo claro.
Un último problema es que nos cuesta mucho pensarnos como parte del pueblo y como parte de la mayoría. Un ejemplo muy claro es que en Uruguay hubo dos plebiscitos sobre punitivismo, y los dos perdieron, pero los militantes de izquierda siguen diciendo que hay una hegemonía punitivista. En realidad, perfectamente podríamos decir que en Uruguay hay una mayoría antipunitivista. Sería apenas traído de los pelos, pero sería algo sobre lo que elaborar. Podríamos por lo menos decir que no hay una mayoría punitivista. Eso es un hecho. Yo soy politólogo, capaz que es un hecho desde mi punto de vista, pero eso es otra cosa.
Esta es mi lista de problemas; no sé nada sobre estos, pero me parece que los veo.
Ahora quiero hacer esta breve historia de las estéticas militantes porque me parece que es en ese registro donde tenemos un desafío generacional. Veo acá las edades de quienes estamos y me parece que eso no es menor. Voy a ser superbruto —super—, con enormes pinceladas; a mí me gusta pensar así, te da una chance alta de errarle, pero una chance alta de que si le embocás, le embocás bien.
Diría que hay cuatro momentos enormes: el artiguismo, el batllismo, los sesenta y la posdictadura. Estas banderas tricolores con los colores de la Revolución francesa son el artiguismo, la retórica de la Ilustración con mucha fuerza y la revuelta popular multirracial con el problema de la tierra en el centro. Todo el siglo xix. No estamos hablando de militancias de izquierda, pero de algún modo sí son las hijas de la tradición revolucionaria de fines del siglo xviii, que podríamos decir que algo con la izquierda tiene que ver, y que es como una especie de memoria profunda del campo popular uruguayo.
Al segundo momento le digo «batllismo», pero más por la época que por el Partido Colorado y Batlle y Ordoñez. Esa primera mitad larga del siglo xx donde de vuelta toda la retórica de la Ilustración tiene un rol muy importante, pero ahora de las alas más radicales de la Ilustración, las que vienen del socialismo, del comunismo, del anarquismo y del republicanismo radical, que es lo que sí está más cerca del batllismo, donde la estética tiene mucho que ver con cierto modernismo. El batllismo y el art decó tienen algo que ver, cierta imaginación utópica de la ciudad modelo. Es una época en la que se construyeron muchos palacios, es la época de la construcción de la Universidad de la República como gran institución, y de la del nacimiento del teatro independiente. Es un fenómeno muy montevideano, aunque tiene sus expresiones en algunos lugares del interior, y muy eurocéntrico, de algún modo, pero en diálogo con las clases populares de Europa también. Como un polaco comunista que llega sin hablar español y de repente se ve envuelto en una lucha sindical y termina prendiendo fuego 18 de Julio, pero yendo a El Galpón, y además termina siendo empleado público. Es ese tipo de personaje —que ya no es el gaucho artiguista— que es como el estereotipo de la militancia popular uruguaya de la primera mitad del siglo xx.
Después en los sesenta hay una recuperación del siglo xix, se vuelve al artiguismo. Esto lo hacen los comunistas, los socialistas, los tupamaros, los intelectuales conservadores como Real de Azúa y Methol Ferré que terminan en el Frente Amplio. Se recuperan las banderas artiguistas, se mira hacia el interior, también hacia el interior de América Latina, hacia Paraguay, hacia la historia larga. Se vuelve a pensar la cuestión de la Iglesia católica y de la cultura católica en un sentido más amplio. Un montón de músicos de conservatorio se ponen a estudiar la guitarra criolla para poder hablarle a la gente, al pueblo. En esa época no se decía «la gente», se decía «el pueblo». Y de algún modo, lo que solemos entender como «estética de izquierda» es eso, es ese momento entre fines de los cincuenta, los sesenta, los setenta, y que pervive hasta principios de los ochenta. Por ejemplo, A redoblar es de los ochenta; uno podría decir que es sesentista, pero no, es de los ochenta.
Es la pervivencia de una búsqueda estética que a finales de los sesenta empieza a estar en diálogo con los primeros retoños del posmodernismo europeo y con el rock. Eso lo corta la dictadura. Y vienen los ochenta, que es un momento muy complejo y muy interesante donde entra con mucha fuerza el posmodernismo. Es impresionante cuando uno ve las publicaciones de la época, todo el mundo está hablando del posmodernismo. Es muy raro, pero ahí —en el 87, 88, 89— era el tema. Jaque hablaba de eso, Cuadernos de Marcha hablaba de eso. El punk tuvo mucha importancia en ese momento. El pop irrumpió con mucha fuerza. El canto popular empezó a migrar hacia el rock —a veces las mismas personas—, y en los noventa una sensibilidad contracultural terminó cuajando con la publicidad y el liberalismo.
Hay personas puntuales con las que se puede ver todo el recorrido. Fueron nacional-populares a principios de los ochenta, rockeros a mediados de los ochenta, e hicieron pop y fueron liberales a principios de los noventa. Después ganó el Frente Amplio y no se rompió con esta tendencia. En el Frente Amplio conviven estas dos visiones estéticas, la sesentista y la ochentista, de una forma problemática. Pero yo no conozco, por ejemplo, ningún debate explícito entre intelectuales frenteamplistas sobre este tema. Y también sucede en la izquierda radical: la Unidad Popular agarra el artiguismo sesentoso, los anarcos agarran más el ochentismo y el punk.
Para mí la pregunta es ¿y ahora? Todas esas cosas tienen sus problemas. Evidentemente en esta última, la ochentista, es donde la cuestión de la publicidad y el marketing tiene más fuerza, porque también a través del diálogo con el pop y con la aparición de las técnicas de comunicación hacen mucho sentido. Y si uno ve las campañas del Frente Amplio o incluso de organizaciones sociales de los últimos años empieza a ver con cada vez más claridad las señas de identidad de la publicidad, y de lo que se podría llamar «el ala derecha de las ciencias sociales», el focus group, la encuesta. Que no son cosas malas, pero… en fin.
Entonces, creo que tenemos que dar una discusión. Si uno estudia, por ejemplo, los sesenta —y también los ochenta, aunque en los sesenta es muy claro—, uno ve que hay una intención deliberada de dar una discusión sobre estética y política que se va desarrollando muy lentamente. Quijano pone Marcha en 1939, hay un vínculo con la Cinemateca y con El Galpón. Traen a Benedetti y a Idea Vilariño, y pasa algo con Sendic. Y eso empieza a generar una cultura que ahora le decimos «sesentismo», pero que en realidad no apareció de la nada, sino que se construyó y les llevó treinta años. Es mucho tiempo, a mí a veces me asusta cuando pienso eso, pero, bueno, tenemos treinta años ¿no? Y todo empieza por algo.
Y quería terminar con la revuelta chilena porque creo que es un caso que muestra un momento distinto e interesante. Evidentemente la historia de Chile no es igual que la de Uruguay, entonces las cosas no van a ser de la misma forma. Cuando ves las imágenes y los sonidos, y las cosas que nos llegan, fragmentariamente, de lo que fue esa revuelta, encontrás cosas muy interesantes. Encontrás la aparición, con mucha fuerza, de la simbología indígena y mapuche en un país donde hasta hace muy poco la represión a los mapuches era algo legitimado y aceptado. No sé si por la mayoría de la población, pero sin duda por el establishment y por un discurso aparentemente hegemónico que después se revela como detestado por la población en la revuelta. Hasta ese momento pasaba: era un país al que, igual que Argentina y Uruguay, le gustaba autodenominarse «blanco» respecto a los vecinos del norte de América Latina. Y de repente hay una revuelta y se llena de banderas mapuches.
Hay una centralidad del movimiento estudiantil, pero del más chico, de los liceales, y a través de estos de las estéticas del manga y del animé. Y se llena la calle de genkidamas y de pikachus con una simbología asociada a la revolución. De alguna forma ellos hacen ahí una operación estética muy rara donde hoy la gente ve Dragon Ball y piensa en la revolución. Y eso no sé cómo lo hicieron, pero lo hicieron. Y eso les permite hablar con una gran masa de cogeneracionales a través de un trabajo con los símbolos muy increíble. Por ejemplo, una cosa muy interesante que pasó en la campaña electoral de Estados Unidos es que los pibes del k-pop boicotearon los actos de Trump. Y este año pasó acá en Uruguay que los pibes del k-pop hicieron una campaña de acoso en redes contra Petinatti, que le bloqueó por un tiempo los hashtags que usaba. Y, bueno, esta gente odia a Trump y odia a Petinatti, algo con nosotros tiene que ver. Pero son pibes de 16 años que usan TikTok y escuchan pop coreano, algo pasa ahí. Yo no sé qué pasa, pero algo pasa.
En la revuelta chilena también reaparece, de una forma medio mágica, la vieja retórica de la izquierda de los sesenta y de los setenta. Se canta Víctor Jara y «el pueblo unido jamás será vencido», la gente habla de que se «abrieron las grandes alamedas» y hay como una especie de intento de cierre del paréntesis histórico que abrió Pinochet.
Y, por último, para quienes estamos imbuidos de la estética del arte contemporáneo, por los lugares culturales donde nos movemos, es notorio —aunque no tengo, como dicen los yankees, el «smoking gang», no tengo la prueba clara— que en la revuelta chilena está lleno de artistas contemporáneos haciendo cosas raras, porque de otro modo no se vería como se ve. Es esa cosa muy difícil de asir, pero que vos lo ves y decís «esto no es un intelectual nacional popular que está leyendo a Galeano, esto es alguien que ve instalaciones y lee Comité Invisible». Es otra coordenada cultural.
Entonces, ¿cómo cuajan estas cosas? No sé, pero en Chile cuajaron. Y para mí la pregunta es ¿cuáles son estas cosas acá?